MI AMIGO IMAGINARIO

Hoy es mi cumpleaños, cumplo 45 años. Fuera, por la ventana, veo llover. Estoy solo.  Ningún pastel de cumpleaños vistiendo mi mesa, cero visitas programadas, silencio total en el ambiente.
En estos momentos echo de menos a mi amigo imaginario. Aquel camarada que nunca me fallaba, que estaba allí para soportar mi mal humor, para dejarse ganar en los juegos ( que por supuesto, yo elegía),  y aquel que me daba sabios consejos cuando yo más lo necesitaba.
Apareció por mi vida, más o menos, cuando yo tenía seis años de edad. Por entonces, mi gran ilusión hubiera sido tener un hermano. Pero mi madre, demasiado ocupada , relataba en voz alta su condición  que nada más faltaba otra boca más que alimentar. Mi padre asentía con la cabeza y bromeaba que si se quedaba embarazada que se quedaría sola con dos criaturas. Por lo tanto, no tuve más remedio que callar mis intenciones y sacarme de la manga aquel ser etéreo que sería mi amigo a la vez que mi hermano.
Le tuve que poner un nombre. Y comencé a pensar cuál sería el más idóneo. Pensé y pensé, y siempre había algo que me hacía cambiar de opinión. Conocía a mucha gente ya para mi corta edad, vecinos, primos, compañeros de colegio. ¿Cuál podía escoger? Me gustaba el nombre de Carlos,  pues era el más inteligente de la clase…mmmmm…. No, no… siempre sabría más que yo. Luego estaba Joaquín , mi vecino de enfrente, ufff, siempre enfadado. Miguel se llama mi primo, pero… ¿se separaría alguna vez de los brazos de su madre? Así fui danzando entre un nombre y otro y al final encontré el nombre ideal para mi amigo. Se llamaría Alejo como aquel niño de mi clase, al cual ignoraban todos. Iba siempre sucio al colegio. La maestra le recriminaba que sus uñas siempre eran largas y llenas de bacterias, lo cual se reflejaba en la línea negra que las surcaba de izquierda a derecha. Su ropa siempre estaba arrugada , y de vez en cuando olía a pipí. Los demás, cuando se acercaban a él ,se tapaban la nariz moviendo la mano a un lado y a otro y se reían abiertamente delante suyo. Realmente, a mí no me molestaba nada de todo eso, porque consideraba que era una buena persona, y que quizás no tenía a nadie que se pudiera ocupar debidamente de él, y que cómo decía mi abuela , los niños aparte de comida y bebida necesitan mucho cariño para crecer. También a eso respondía mi pregunta de por qué era tan bajito. Necesitaba vitaminas de cariño.
Por tanto, mi amigo imaginario, se llamaría Alejo, adjudicado.
Desde ese día, no había días grises y aburridos para mí. Todo era diversión. Le preguntaba a Alejo si quería jugar al monopoly,  y nunca me dijo que aquel juego era interminable. Siempre ganaba yo, por supuesto, pero nunca se enfadaba, me daba la mano y me obsequiaba con un “enhorabuena” que me hacía sentir especial. Le leía libros. Su preferido, al igual que el mío era “La vuelta al mundo en ochenta días”. Por supuesto yo era Phileas Fog y él Rigodón. Estaba encantado de serlo. Nos sentábamos en una esquina de mi cuarto. Abríamos aquel atlas espectacular que me trajeron  los reyes magos y leíamos todos los lugares por los cuales viajaríamos. Él me llevaría la maleta y me presentaría a la princesa Auda  cuando pasáramos por la India.
Realmente, fue una etapa estupenda de mi vida. Llena de abundantes aventuras.
Con el paso del tiempo, Alejo se fue difuminando de mi mente, dejando paso a una introspección constante que llenaba mi vida de dudas, miedos, tristeza, y que ya no sabía con quién compartir.
Mi paso por los estudios fue verdaderamente un éxito, aunque tenía ciertos problemas a la hora de realizar trabajos en grupo, pues mi perfeccionismo hacía que las propuestas de los demás mancharan mis brillantes ideas. Me mordía la lengua, cuando veía aquel siete injusto en la portada de “nuestro” trabajo, cuando podía haber sido aún mayor.
Empecé la carrera de biología, y cuando acabé, no había nada que me apasionara más que la investigación.  Me especialicé en biología celular y molecular, y más concretamente en el estudio de la activación de los linfocitos T. Aquel estudio se volvió obsesivo para mí, me entusiasmaba la coestimulación de las moléculas y el alcance que pudiera tener todo este entramado en la salud de las personas.
No salía los fines de semana. Estudiaba y estudiaba. Reflexionaba, meditaba sobre las reacciones de aquellas glóbulos, su desaparición en la sangre.
Cuando salía con amigos, o con alguna pareja ocasional, mi tema de conversación se salía de madre, y al final acababa explicando con entusiasmo, la fecundidad de mis proyectos y lo poco valorado que estaba en este país. Normalmente la gente ponía cara de asombro, por no decir otra palabra, y me miraban como un bicho raro.
Pero, los años pasan. Y la soledad llega. Mis padres ya no están conmigo, mi gato me abandonó el pasado noviembre y en mi trabajo tengo un solo conocido, el portero, Pascual se llama, que me obsequia con un “Buenos días señor Javier” o un “Buenas noches señor Javier” cada día.
Me he comprado unos donuts. De pequeño, mi madre ponía una vela encima de ellos, porque no me gustaban los pasteles y yo soplaba las velas, sin olvidarme nunca de pedir un deseo, que casi siempre era el mismo “Tener un hermano”.
Hoy no tengo velas,  tampoco tiene sentido pedir ese deseo ya. Pero dentro de mi alma albergo algún día que se cumpla el anhelo de no estar solo, porque empieza a preocuparme que la soledad, ya no la estoy escogiendo.
De repente, pongo la tele. Se escucha el caso de un niño de dos años, que se llama Teo, que acaba de salir de su habitación burbuja, donde vivía hace más de nueve meses. Le han trasplantado la médula, y ahora debe de esperar que sus linfocitos T sigan creciendo por sí solos. Gracias a los estudios de investigadores anónimos, este niño podrá hacer su vida normal.

Por mi cara brotan dos gruesas lágrimas, que hacen que rieguen este corazón creído marchito y que le hacen comprender que a veces todo tiene un porqué. 

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